¡Oh Jesús!
Ilumina mis ojos con la verdadera luz,
a fin de que no permanezcan
cerrados en el sueño eterno,
por temor de que mi enemigo
pueda decir que le he aventajado.
En tanto que el Señor esté conmigo,
no tendré que temer la maldad de mis enemigos.
¡Oh, dulcísimo Jesús!,
Conservadme, ayudadme, salvadme.
Que solo el pronunciar el nombre de Jesús
toda rodilla se doble,
tanto celeste como terrestre y como infernal,
y que toda lengua publique
que Nuestro Señor Jesucristo
goza de la gloria de su Padre.
Así sea.
Sé perfectamente y ni siquiera lo pongo en duda,
que el día en que invocaré al Señor
en aquel mismo instante seré salvado.
Dulcísimo Señor Jesucristo,
Hijo amado del Gran Dios vivo,
que habéis hecho tantos y tan grandes milagros
por la sola fuerza de vuestro preciosísimo nombre
y habéis enriquecido abundantemente a los indigentes, puesto que, ante Él y por la sola virtud,
los ciegos veían, los sordos oían,
los mudos hablaban, los leprosos se veían sanos,
los enfermos curaban y los muertos resucitaban;
porque tan pronto como se pronunciaba
tan dulcísimo nombre,
el oído se sentía encantado y rejuvenecido
y la boca llena de cuanto
hay más agradable en este mundo,
y con solo pronunciarlo
y todas las tentaciones,
aún las peores, desaparecían;
todos los demonios huían
y todas las enfermedades eran curadas:
todas las disputas y luchas de la vida,
los mismo las de la carne
como las del diablo se disputaban,
sintiéndose el alma llena
de todos los dones celestiales;
Porque cualquiera que invoque
el Santo Nombre de Dios será salvado;
éste Santo Nombre, sí,
pronunciado por el Ángel,
antes de que Jesús fuera concebido
en el seno de la Santa Virgen,
y que será alabado y ensalzado
por los siglos de los siglos.
Amén.
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